Os propongo un viaje conmigo, esta vez algo diferente.

Hoy no caminaremos, ni cruzaremos ciudades en autobús. Hoy os propongo alzar el vuelo, cruzar el cielo como en su día hiciera Willy Fog y descubrir que, desde allá arriba, todo es infinitamente más bello.

Hoy no existe el miedo a las alturas, así que abrid bien los ojos porque hoy ¡echaremos a volar!

Hace casi dos años, después de sufrir un accidente de moto, decidí hacer una lista de sueños por cumplir a lo largo de mi vida. Tengo que reconocer que es algo ambiciosa, ya que entre mis deseos está ver un oso panda de cerca (y no en un zoo), dormir en una tienda de campaña en el desierto o ver la aurora boreal.

Lo que no sabía cuándo redactaba esa lista es que los deseos se cumplen y que, un año y medio después de escribir esos sueños «inalcanzables», ya habría tachado algunos tan increíbles como visitar el Machu Picchu.

Hoy se cumple otra de esas ilusiones, uno de esos momentos mágicos en la vida difíciles de superar. Sí, los sueños se hacen realidad y hoy volaré en globo sobre la espectacular ciudad de Bagan.

El despertador suena a las 4 de la mañana, a las 5 vendrán a recogerme al hotel así que aún medio dormida pero con una gran ilusión voy a la recepción. Entre las normas de seguridad indicaban que debíamos ir con pantalón y manga larga y las chicas con el pelo recogido; y yo, que somos muy obedientes, cumplí todos los requisitos.

A las 5 y 15 llega la furgoneta. Nos dirigimos a la zona de salida, haciendo antes un par de paradas en otros hoteles para recoger al resto del grupo.
Cuando llegamos, aún no hay luz natural, sigue siendo de noche y nos sientan en un círculo hecho con sillas, donde nos sirven té, café y pastas.

Mires a quien mires, todos tenemos la misma cara de emoción y nervios y sólo podemos sonreír, esperando a que llegue el gran momento.

Nos dividen en dos grupos (ya que somos bastantes y ocuparemos varios globos) y recibimos un briefing con las normas de seguridad. Esta charla es en inglés y nos explican todas las normas de seguridad que debemos saber: cómo debemos sentarnos en el aterrizaje o en caso de que él nos lo indique, cómo subir a la cesta, dónde dejar nuestras pertenencias, etc.

Si estáis interesados en la postura que hay que adoptar, he encontrado una web que lo indica; pinchando aquí podéis verlo.

Nuestro «piloto», como la mayoría de los que volaban ese día, era australiano aunque, por más que lo intento, no recuerdo su nombre. Tras las explicaciones, nos piden que nos organicemos en grupos de tres; en total (sin contar al piloto) somos 12 personas y la cesta se divide en cuatro compartimentos.

Después de distribuirnos y respondernos a las últimas dudas, nos piden que nos apartemos y ¡comienza el espectáculo!

El cielo se ilumina súbitamente con las llamaradas: empiezan a inflar los globos que estaban extendidos en el suelo a nuestro alrededor. Poder ver esta «ceremonia» es ya impresionante; por mucho que imaginara el tamaño, en directo no tienen ni punto de comparación.

Ahora sí, estoy a punto de vivir la gran experiencia del viaje. El silencio sólo se rompe por el sonido del fuego y del aire propulsado. Las manos empiezan a temblarnos a algunos, otros no pueden evitar preguntar si estamos tranquilos en un intento de verificar si son los únicos nerviosos del grupo, el resto graba y fotografía el momento para no perderse ningún detalle; son las 6 de la mañana y, por fin, nos llaman para empezar a subirnos en las cestas.

Dejamos las mochilas y cámaras en el fondo y adoptamos la posición de seguridad. Los quemadores empiezan a rugir, el fuego nos hace entrar en calor (aunque realmente la tiritera es más una reacción de nervios que de frío) y, casi sin darnos cuenta, el globo comienza a levantarse. Con una suavidad reconfortante, dejamos atrás las copas de los árboles y, al fin, ¡volamos!

La sensación es maravillosa.

El rincón de Sele comparaba el vuelo del globo con una pompa de jabón flotando en el aire y no pudo estar más en lo cierto. Creo que ni la persona con más miedo a volar o a las alturas, podría desear bajarse en estos momentos. Al contrario de lo que pudiera parecer, el ascenso no da sensación de vértigo o ese hormigueo en el estómago que se siente al despegar en un avión. En los primeros minutos subimos únicamente unos 20 metros y de manera muy pausada, y cuando por fin te das cuenta de la altura, las vistas son tan fabulosas que olvidas el resto.

Y se hace la calma.

El globo sigue elevándose, haciéndose hueco entre el silencio del amanecer; soltando de vez en cuando fogonazos como si de un dragón se tratase. Todo empieza a hacerse más pequeño y, es en ese momento, cuando realmente eres consciente de la maravilla que supone viajar, salir de tu zona de confort y arriesgarte a descubrir el mundo. Da igual que ayer recorriese Bagan en moto, hoy es cuando soy consciente de la magnitud y el esplendor de la ciudad.

Tal y como ya me ocurrió en Machu Picchu, fue imposible contener las lágrimas. ¡Estoy volando! La sensación de surcar el cielo, de sentir el aire acariciándote la cara, el silencio que se vive, la calma que se respira y, de nuevo, el preciado silencio.

 

El sol asciende a la vez que nosotros lo hacemos y el paisaje empieza a mostrarse con todo su esplendor. Entre árboles y centenares de caminos, abriéndose paso en la bruma matinal, se dejan ver las grandes pagodas de Bagan, las dueñas de la ciudad. Tal y como ocurría ayer con el amanecer, el color terroso pinta el paisaje, y creedme, nunca este color os parecerá tan bonito como el día que voléis.

El vuelo dura unos 40 minutos en los que sobrevolamos algunas de las pagodas más importantes, incluso podemos ver cómo nos saludan desde allá abajo.

Bajo nosotros se encuentra la pagoda desde la que ayer veía el mismo espectáculo que cientos de personas contemplan hoy. Pero no es la única, Sulamani, Ananda Pathto, Dhammayangyi .. todas se postran hoy a nuestros pies, haciéndonos sentir tan grandes y tan pequeños a la vez.

El globo empieza a girar para que todos disfrutemos de todos los ángulos posibles, y es aquí cuando llega la que para mí es la imagen más bella que he visto en toda mi vida.

 

Sobre la maraña que forman las miles de puntiagudas estupas de ladrillo, una veintena de globos volaban en un cielo casi rosado, creando un mundo nuevo para nosotros. Ya es completamente de día, el sol brilla tras las nubes y estamos experimentando el gran anhelo del ser humano desde hace siglos, uno de los mayores placeres de la humanidad, volar.

En ese momento, si me hubieran propuesto continuar mi travesía por Myanmar así, hubiera aceptado (y seguramente hubiera recorrido todo el mundo también). Sentir el cambio de viento, las subidas y bajadas de altura, los giros del globo. No hay mejor metáfora que esta para definir un viaje.

Pero, como todo lo bueno en esta vida, el vuelo parece durar un suspiro y, antes de darme cuenta, llega el momento de volver a poner los pies en el suelo.

Por eso es importante saber que, además de tomar fotografías y vídeos, hay que vivir a pleno la experiencia a solas, sin tecnología y guardando este momento no sólo en una memoria digital. Jamás en mis 28 años había vivido una experiencia tan emocionante y, a la vez, que me aportase tanta paz.

Poco a poco empezamos a descender y dejamos atrás el verde intenso de la jungla para pero las vistas siguen siendo increíbles.

El aterrizaje se realiza sobre una gigante explanada de arena, cerca de un río. Antes incluso de haber tocado suelo, en apenas unos segundos, decenas de niños con dibujos y mujeres con postales, cuencos, pañuelos y un largo etcétera, inundan el lugar para intentar vendernos cualquier cosa que queramos comprar.

Nos piden que tomemos la posición de seguridad y empezamos a acariciar el suelo, al menos unas tres veces antes de quedar completamente parados. Por un momento parece que la cesta quedará volcada sobre uno de sus lados, pero no. Realmente es un aterrizaje muy suave y sin contratiempos. Este era uno de los momentos que más nervios nos generaba a la mayoría de los que volábamos y acabamos disfrutándolo muchísimo.

Contemplar cómo desinflan los globos es tan atractivo como el resto del proceso; unas 10 personas acuden acuden corriendo nada más aterrizar, algunos para sujetar las cestas y evitar así que vuelvan a izarse y otros para tirar con cuerdas del globo y vaciarlos de aire, dejándolos sobre la arena.

Nos bajamos de la cesta y tenemos un pequeño pero delicioso picnic esperando: champán, limonada, fruta fresca, bizcochos y croissants.
Brindamos y aprovechamos este momento para contar nuestras impresiones de la experiencia y hablar sobre nuestras vidas y nuestros currículums viajeros. Unos 45 minutos después, caminamos de nuevo hacia la zona donde se encuentran las furgonetas que nos llevarán de nuevo al hotel, antes intercambiamos nuestros datos en Facebook para seguir en contacto.

Y ahora, para aquellos que, aún después de leer esta experiencia se lo pregunten; sí, merece la pena. Es cierto que el precio es elevado, pero una vez arriba os olvidaréis del dinero y sólo podréis pensar en repetir una y otra vez sin dudarlo.

Vuelvo al hotel en torno a las 8:45, así que voy directa a desayunar, antes de que cierren. El tiempo empieza a cambiar, las nubes encapotan el cielo y parece que lloverá en cualquier momento así que como rápido y, tras mandar algunas fotos a la familia, bajo a la habitación.

Hasta las 12 no es el check out, hago la maleta y aprovecho para dormir un ratito antes de marcharme. Dejo la habitación y espero en recepción hasta que me recoja el autobús que me llevará a Mandalay.

Me recogen unos minutos antes de la 1, y comienza el viaje en un microbús bastante viejo, incómodo y destartalado. Antes de iniciar el camino, hacemos un par de paradas para recoger a gente y algunos paquetes y, ahora sí, empieza el viaje.

La carretera es un pequeño calvario: muchísimos baches, zonas mal asfaltadas (en algunas zonas directamente viajamos sobre barro) y el autobús no ayuda demasiado a intentar dormir o descansar. Pero, a cambio, algunas veces el paisaje el muy bonito, con campos de cultivo entre zonas desérticas.

Hacemos una pequeña parada donde, además de entregar algunos paquetes (aquí los autobuses cumplen doble función) podremos comer algo; pero, como veis, no era demasiado apetecible así que únicamente compré algunas galletas y snacks para matar el hambre.

Llegamos a Mandalay alrededor de las 7 de la tarde; la primera impresión de la ciudad vista desde nuestro vehículo no es demasiado positiva. Está nublado, las calles son feas y no vemos nada de interés pero claro, después de visitar Bagan, cualquier comparación no será justa.

El autobús me deja en la misma puerta del hotel y me reciben con la mejor de las sonrisas posibles, además de ofrecerme una limonada y una toalla húmeda para refrescarme.

Me marcho a dormir con las emociones aún a flor de piel, después de haber vivido un auténtico sueño y con ganas de descubrir todo lo que Mandalay tiene por mostrar.

Espero que este relato os anime a volar en globo si aún estáis dudando y que os despeje dudas y los pequeños miedos que pueda generar se evaporen. Para mi ha sido uno de los grandes momentos de mi vida y, estoy segura, de que no os decepcionará en absoluto.

¡Nos vemos mañana en Mandalay! ¡Espero que me acompañéis a conocer las antiguas ciudades imperiales!

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